“Retrotrayéndonos a etapas ya superadas”, como decía el expresidente venezolano Rómulo Betancourt, mi amiga y yo intentábamos atrapar lo que queda. Venezuela nos hacía guiños desde lejos. Sobre la mesa, el café esperaba el abrazo de las almojábanas a punto de sabor. Era el entredía payanés, uno de los referentes más implacables de la primera etapa de mi vida. El humo recién colado de la infancia, eso que llamamos recuerdo, nostalgia, tropezón con el tiempo.
De repente le dije: “Cuando caiga Maduro y volvamos a Caracas, te invitaré a tomar un café con las mejores cachapas que se comen allá, en el restaurante La Orquídea, diagonal al edificio del Ministerio de Educación, aunque tú también te luces preparando esas cachapas que se hacen con harina empacada, te quedan deliciosas”. Se quedó mirándome y me contestó: “No Gloria, ésas son las cachapas del exilio”.
La cachapa es una tortilla de choclo (jojoto en Venezuela), que acompañada del queso de mano que baja de Galipán, representa uno de los platos más apetecidos y populares. Cachapas amarillas y crujientes en los cafetines del centro caraqueño a la hora de los periodistas “asomados” y las “chamas” correlonas. Tortillas planas y redondas, tan de lavar y planchar como un viejo amigo, tan aderezadas y coquetas como una dama de Alto Turmequé en los platos de porcelana de las tascas de Sabana Grande.
Son las cachapas venezolanas, monedas con sabor de maíz joven en Caracas, olorosas a sal en los “tarantines” de La Guaira, vestidas de seda al mediodía, exangües en la media luz de La Peña Tanguera. Almuerzo del estudiante, desayuno del parrandero, ojerosas en las madrugadas de diciembre, rivales de la hallaca y la tostada, nacidas en los fogones de San Juan y Miracielos o abanicándose a la sombra de los patios recién lavados que todavía se llenan de tucusitos y cerezas en los barrios del norte.
Cuando bailaba el viento entre los chaguaramos vespertinos, aparecía la Caracas eterna. La ciudad de zaguanes irrepetibles, paleta de guacamayas y mariposas que empezaba a tragarse la noche de los cerros. Todo quedaba aprisionado en un frasco de vidrio iridiscente: el dombo del Capitolio, el reloj de La Previsora, la frente dividida en dos mitades del Centro Simón Bolívar… y caían sin cesar estrellas y caballos violeta, como si el cerro tutelar se decidiera por fin a compartir su frescura con la ciudad sedienta.
Nunca relacioné la elegancia señorera del exilio con ese oro de parrilla pueblerina que brilla en las cachapas. Exilio huele a perfume francés, a mujeres fatales y hombres de mundo; cachapa es una chica del montón, un girasol de percalina, una moneda de cinco bolívares.
¿Qué mano le da forma a tu carita audaz? Ahora, cuando la noche te aprieta la garganta hasta morir ¿En qué piedra te doras? ¿Sobre qué fogarada te esponjas como espuma de jabón amarillo?
Estás tan lejos que seguramente no me escuchas. Quizá te habrás calzado tu capuchón de plástico para resguardarte de las lluvias de mayo. Tal vez, a medio consumir, te irás desvaneciendo en algún plato callejero o saltarás de una a otra mesa en los hoteles de postín. En fin, cachapa, cachapina, cachapeta. Silencioso testigo de una historia enredada desde “los tiempos del quitrín”. Como una sombra me acompañas, siempre risueña y bien cocida. Como un mar de plata líquida, donde surgen y naufragan las calles domingueras del pasado, te detienes conmigo a hojear libros usados o a mirar cómo el sol se descompone en los vitrales de Santa Capilla.
Deberías sentirte orgullosa de tu árbol genealógico. De manera que tú también resistes esa fragua al rojo vivo que se llama metáfora. Que tu parentesco ilustre te remite a diásporas de terciopelo. Que por tus venas sazonadas con el sol del trópico corre sangre de evocación. Mira las sorpresas que nos depara la perspectiva sin esperanza. Cachapa del exilio te llamó Ana Isabel, sin percibir que abría ante mí una jaula llena de tigres hambrientos.